Durante mi primera sesión de terapia traté de convencer a ​la psicóloga de que yo no era lo suficientemente autoexigente y por eso no podía lograr todo lo que me proponía. Cuando me formé como coach y estudié salud hormonal femenina lo entendí: Si hubiese podido cumplir con todas las exigencias de mi mente, no estaría mejor; estaría aún peor.

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Cuando estamos paradas en la exigencia lo que estamos haciendo nunca alcanza. Y creemos que deberíamos controlarnos aún más, que deberíamos tener más fuerza de voluntad. Ese mismo diálogo interno es lo que nos dice que todo lo que se sale de lo esperado está mal. Porque construimos con tanto sacrificio, y luego derribamos con un ya fue. Cuesta horrores retomar y te sentís la persona con menos motivación del mundo. Cuando logras volver a ese todo el miedo es tal que ni siquiera podes disfrutarlo. Cada año sentís que te alejas de tu objetivo y te haces todo tipo de promesas para esta vez hacer las cosas bien.

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Conozco ese laberinto como la palma de mi mano. No lo leí en ningún lado; estuve ahí.

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En ese momento hubiese dado todo por un atajo a entender lo que me estaba pasando, así que déjame compartirte aunque sea algo de lo que descubrí:

Que ese ya fue era un salvavidas que mi cuerpo me estaba tirando. Que esos hábitos que tanto tenía que retomar cuanto antes en realidad me estaban desequilibrando y empujando periódicamente al abismo. Que la motivación no es necesaria cuando recordás el merecimiento, que la culpa es un dispositivo de control para alejarnos de sentir placer auténtico y real, que me ponía objetivos para encontrar alivio en mi mente y algún sentido a futuro a todo el malestar que sentía. Y sobretodo, que no era la única que lo estaba viviendo, pero la vergüenza hacia que todas lo sintamos así... y eso no es casual.​​​​